lunes, 3 de febrero de 2014

Jean-Jacques Lequeu, o el neoclasicismo pagano

El pionero del mal gusto

Cuando una civilización zozobra al atravesar una crisis de identidad, suele recurrir al Superyo común que serpentea bajo su ideología (¿el super-nosotros?) para atenuar sus inquietudes. Y eso en la mayoría de los casos deriva en la reivindicación del Clasicismo, un universo sublimado y más o menos ficticio que toma cuerpo como un repertorio de comandos éticos y estéticos que encarnarían las virtudes ideales a las que aspira dicha civilización. Por lo general, las pesadumbres del pathos colectivo encuentran su sosiego en la nostalgia de valores ancestrales cuya pérdida habría sido la causa de los desvelos del presente: el duelo ideológico de una civilización  que ha dejado de creer en sí misma busca alternativas polarizadas o pendulares, cuando para algunos la solución pasa por abrazar  la creatividad visionaria en un salto sin red hacia el futuro, mientras para otros conviene recuperar la infalibilidad de la sabiduría ancestral de un tiempo pasado. En la historia de la arquitectura el retorno a Grecia y Roma sirvió como placebo eficaz cada vez que Europa ha necesitado reencontrarse consigo misma, y desde el renacimiento a la posmodernidad el espectro de Parménides y Agripa siempre ha sido invocado más o menos explícitamente durante las diferentes crisis epocales de cada lenguaje. Del mismo modo que el dinero siempre vuelve al oro en escenarios de pánico financiero, el imaginario grecolatino es el valor refugio al que vuelve la arquitectura en tiempos tempestuosos.

Las cosas no han cambiado tanto, y en el tumulto de la revolución neoliberal la resistencia se atrinchera detrás de ideas como el Ágora de la polis griega, su civismo y política de consensos, la armonía del procomún transhistórico y la solidaridad mutualista de comunidades rurales perdidas en la noche de los tiempos. Si el post-estructuralismo nos sumió fatalmente en el relativismo paralizante del que carece de verdades firmes, la nueva disidencia recupera en sus discursos la firmeza moral de los realismos clásicos como fuga para un presente que es sentido como “período de transición”: Google devuelve miles de enlaces cuando uno busca “Smart city + Ágora”, aunque ninguno de nuestros barbudos de referencia aceptaría de ningún modo el adjetivo de “neoclásico”.
Los neoclasicismos nunca son exactamente miméticos, pues la contemporaneidad se cuela por mil resquicios de lo que en principio pudiese ser mero revival: cada vez que las columnas dóricas y las loggias porticadas han sido restituidas como canon estético, debían adaptarse a las nuevas condiciones técnicas, culturales y sociales de cada localización espaciotemporal, de tal modo que un coqueto templete romano del XVI difiere completamente del grandilocuente monumentalismo republicano de los Estados Unidos jeffersonianos, por más que ambos beban de la misma fuente grecolatina. Y las diferentes mutaciones que va produciendo “lo clásico” en sus reencarnaciones da lugar a maravillosas aberraciones, cuando cae en manos de creadores indómitos que, partiendo de dicho lenguaje, lo estiran y deforman hasta deducir de él potencias inusuales o paradójicas. En los albores de la revolución francesa, cuando la Ilustración veía su autoestima ensombrecida por decursos históricos nada apacibles, comenzaría a aflorar una maravillosa generación de visionarios que figuraron a su (extraña) manera excepcionales colisiones entre el clasicismo y la peripecia estética: son especialmente recordados Étienne-Louis Boullée y Claude Nicolas Ledoux, arquitectos de sensibilidad sutilmente excéntrica que sirvieron de transición entre el neoclasicismo académico comme il faut, y los marcianos experimentos decimonónicos que invadieron Francia de la mano de Garnier, Eiffel o Violet-le-Duc. Un clasicismo periclitado y que ve comprometida su impávida quietud metafísica por medio del ingenio estructural, la sensibilidad romántico-pintoresca, y el hambre por un idioma formal inconfundiblemente moderno capaz de dar voz propia a los artefactos de su tiempo. Sin la panoplia moral del gótico cristiano anglosajón ni la estólida frialdad del clasicismo germánico,  los curiosos diseños de Boullee y Ledoux partían de una vocación tan afín a la sensibilidad posmoderna como es la acentuación del valor narrativo de lo construido, por medio de un ideario que se definió como “arquitectura parlante”: dos siglos antes del auge de la semiótica o de las especulaciones estéticas de Robert Venturi y Scott Brown, Ledoux afirmaba (quizás precariamente) la urgencia de hacer que los edificios fuesen autoexplicativos, situando la expresividad o afirmación de valores (funcionales, identitarios, morales…) en el epicentro del programa estético de la arquitectura. De ahí que proliferasen todo tipo de simpatiquísimos diseños plagados de órdenes atenienses deformados, filigranas escultóricas imposibles o citas intelectualistas que no alcanzaban la elocuencia narrativa que se pretendía (¿puede un profano comprender qué demonios significa algo como el Cenotafio de Newton?) pero que sirvieron para dinamizar los criterios compositivos de una generación desesperadamente necesitada por sacudirse las polillas.Junto a Boullée y Ledoux, el otro gran pionero de la “arquitectura parlante” fue un arquitecto más joven y mucho menos recordado, un perro verde que llevó demasiado lejos la intrepidez de sus maestros hasta quedar relegado a nota a pie de página en las historiografías de la época: Jean-Jacques Lequeu


 ))) autoretratos de Lequeu (((



La importancia del personaje estriba en su rol de transición desde el neoclasicismo menos conformista hasta lo que sería luego el pintoresquismo romántico más desmelenado, proponiendo una renovación conceptual del valor de “lo histórico”. Si para los clásicos rigoristas y estrictos el recurso a lo ancestral simbolizaba templanza, mesura de valores y orden de equilibrio platónico (una concepción apolínea del canon grecolatino), los extravagantes diseños de Lequeu ponían en valor la sorpresa, el desconcierto y el impacto sensorial como caracteres fundamentales de una arquitectura que en sus manos irradiaba un temperamento dionisíaco. Patchwork de diferentes estilos históricos en principio incomposibles, asimetrías fuera de control, juegos excesivos con la monumentalidad, referencias zoomórficas, citas esotéricas y pornográficas componían el repertorio de un arquitecto que apenas llegó a construir en vida y cuya herencia es solamente conservada a través de sus fabulosos dibujos. Según sus biógrafos, Lequeu vivió bajo la sombra intelectual de Boullée, un creador venerado en su tiempo y cuyo papel de “visionario oficial del régimen” no fue capaz de usurpar: hubo de trabajar como funcionario burócrata para el gobierno francés, en lo que imaginamos un ensimismado personaje kafkiano cuya mente no dejaba de especular en el tedio de su grisácea oficina. Aficionado al travestismo y erotómano compulsivo (sus numerosos y minuciosos estudios gráficos de vaginas son tan recordados como sus propuestas arquitectónicas), terminó sus días viviendo en un burdel y sin alcanzar ni remotamente el reconocimiento que luego obtendría de los expresionistas y surrealistas, que vieron en su trabajo y modus operandi una fuente de inspiración sorprendentemente fresca y moderna para el tipo de investigaciones simbólicas que florecieron durante las vanguardias.

La singularidad de Lequeu deriva de su imprecisable lugar en la historia de la arquitectura: sus desvíos formales eran demasiado arriesgados para el canon neoclásico, pero no lo suficientemente acrisolados como para poder ser considerado con rigor un ecléctico. Definió su propio espacio intelectual en tierra de nadie, conjugando ensoñaciones orientalistas con tratados de construcción florentina, la elegancia estática del monumento renacentista con la explicitud erótica de su contemporáneo Sade, los discursos trascendentalistas de la metafísica platónica con placeres mundanos a base de pubis, pezones y novicias lascivas. La Historia como faro moral nostálgico, y como fuente libérrima de sugerencias formales para la imaginación. Por tanto un hereje, un pagano, al que incluso algunos atribuyen el papel de precursor del “mal gusto”, concepto burgués donde los haya.
Como muy bien reconocen en este magnífico post en Pruned, se trata de un personaje muy cinematográfico: el tipo de creadores purasangre que se sienten llamados desde la cuna a convertirse en leyendas, pero terminan devorados por la implacable lógica de su tiempo. Además de sus maravillosos dibujos, queda para la historia su aura indómita y su capacidad para comprender los desafíos más urgentes de su época: los suyos fueron tiempos de transición que exigían reescribir el balance entre ancestralidad y progreso, un desafío que Lequeu atacó con espontaneidad y valentía, por más que sus hallazgos puedan resultarnos meritorios únicamente por lo que tienen de estrafalarios. Muchos como él saltaron sin red y acabaron en trompazo, pero las preguntas que le inquietaban probablemente merezcan ser retomadas en tiempos tan resabidos como los nuestros. A su manera, un utópico.




3 comentarios:

  1. Te dejo el bandcamp de los dos últimos largos de SunnO))), uno de ellos compartido con Ulver, si te interesa bajarlos da toque y los dejo:
    http://sunn.bandcamp.com/album/la-reh-012
    http://sunn.bandcamp.com/album/la-reh-012

    V, of course.

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    1. Repetí link, el compartido con Ulver es este:

      http://sunn.bandcamp.com/album/terrestrials

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    2. Cuántas cositas!!!! Grazie mile

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